¿Vale la pena que el Estado invierta en establecimientos penitenciarios y en sus internos?

17/02/2020

Por Alfonso Garcés

En las sociedades latinoamericanas, incluida la peruana, es común pensar que cuando una persona comete crímenes o delitos, que por su violencia y gravedad causan mayor impacto e indignación social (como el feminicidio, los asesinatos, las violaciones, robos seguidos de muerte, entre otros), debe pasar el resto de su vida en la cárcel. Aunque pueda ser entendible esa manera de pensar, no se condice con los principios que rigen a un estado de derecho ni con los acuerdos internacionales que el Perú ha suscrito. En efecto, de acuerdo al ordenamiento jurídico nacional e internacional, la pena tiene una finalidad que no es otra que resocializar, tarea que no solo es titánica sino que puede ser considerada como utópica en un país que invierte menos del 1% de su presupuesto en los internos.

Pero, ¿Por qué es importante invertir en los presos? Para responder dicha interrogante abordaremos el tópico desde un punto de vista económico y pragmático, vinculado específicamente a las políticas públicas en seguridad ciudadana y salud, sin perjuicio de los compromisos internacionales en materia de derechos humanos a los que el Perú se ha obligado y que, por supuesto, debe respetar.

En cuanto a la seguridad ciudadana, en primer lugar, creemos que se debe invertir en tecnología para evitar que los internos utilicen los celulares para planificar robos y extorsiones, los cuales lograron internar con ayuda de sus visitantes. Si bien ya han existido iniciativas en esa materia, es indispensable retomarlas y mejorarlas sin que el Estado deba desembolsar recursos. En segundo lugar, al tener los establecimientos penitenciarios un alto grado de hacinamiento es muy difícil que el Instituto Nacional Penitenciario (INPE) pueda realizar una adecuada clasificación de los internos, mezclando muchas veces a jóvenes con adultos; o, a adultos primarios (que delinquen por primera vez) con reincidentes, convirtiéndose los establecimientos penitenciarios en “escuelas del crimen”. En tercer lugar, al no tener infraestructura adecuada, no es posible que el INPE pueda realizar un trabajo de resocialización óptimo, como la implementación de escuelas técnicas y mini fábricas donde puedan aplicar lo aprendido. En cuarto lugar, al no haber podido estudiar una carrera técnica o profesional en el establecimiento penitenciario de manera adecuada, cuando este haya cumplido su condena estará, en el mejor de los casos, igual que como ingresó (es decir, con altas probabilidades de reincidir en el crimen). De ahí que vemos muchas veces en las noticias que un raquetero, un sicario o bandas de robos que han sido condenados a pena privativa de libertad; o, que sin haber obtenido sentencia, han tenido ingresos algún establecimiento penitenciario, salieron del mismo y siguieron delinquiendo.

Si se tuviera la infraestructura adecuada, se podría realizar una mejor clasificación de los internos, de tal manera que se pueda aislar a los internos de mínima peligrosidad  de los internos que son reincidentes o que están clasificados como de alta peligrosidad. Además, podrían tener grandes hangares en el establecimiento penitenciario donde apliquen los conocimientos aprendidos sobre diferentes oficios que les permitan generar ingresos, a través de “cárceles productivas”. Con ello, un porcentaje de sus ingresos podría destinarse para pagar la reparación civil, otro porcentaje para su familia, otro para sus gastos y otro como ahorro, de tal manera que cuando cumpla su condena y abandone el establecimiento penitenciario pueda contar con un pequeño capital de trabajo que le permita continuar con su actividad laboral como lo hace cualquier emprendedor. En ese caso, el Estado habrá cumplido con su rol de resocializar.

De otro lado, en relación a los efectos en la salud pública, podemos señalar que invertir en la salud de los internos es -paradójicamente- sinónimo de invertir en la salud de la sociedad en su conjunto. ¿Cómo así? Veamos las siguientes premisas para una mejor comprensión. A noviembre de 2019, según datos del INPE, existían poco más de 95 mil internos en 67 centros penitenciarios (de los cuales en 66  la seguridad se encuentra a cargo del INPE y en uno a cargo de la Marina de Guerra del Perú). Existen establecimientos penitenciarios que tienen niveles de hacinamiento que se acercan al 600%, como es el caso del penal de Chanchamayo, o con 524% de hacinamiento en el establecimiento penitenciario de Jaén. En promedio, sin embargo, podemos afirmar que existe un hacinamiento que alcanza el 144%. Asimismo, en cuanto a la alimentación de los internos, el monto que el Estado destina para financiar sus tres comidas al día es de alrededor de S/ 4.5 soles por día.

Si revisamos las cifras del Primer Censo Nacional de Población Penitenciaria, realizado a inicios del año 2016, podemos observar que casi 18 mil internos, es decir, casi el 20% de la población penal padecen enfermedades como asma, bronquitis, enfisema, tuberculosis, infecciones de transmisión sexual, VIH/SIDA, anemia, alergias, entre otros. Es decir, basta que un interno contagie a la persona que lo visita con cualquiera de estas enfermedades, para que pueda generar un efecto domino en el núcleo familiar de esta.

¿Cuán grave puede ser el impacto? De la información disponible en 26 establecimientos penitenciarios, tenemos que en promedio recibían más de 3200 visitas al mes entre el 2016 y 2018. Si tenemos en cuenta que de acuerdo al censo antes indicado, casi 60 mil internos (más del 80%) antes de ingresar al establecimiento penitenciario, eran obreros, trabajadores familiares no remunerados, trabajadoras del hogar, o trabajadores independientes, es posible afirmar que su economía familiar no se ubica dentro de los de renta media o alta. Si a ello agregamos que, de acuerdo a lo indicado por el INEI en su informe de Evolución de la Pobreza Monetaria 2007-2018, una de las características de la población pobre es presentar bajo nivel educativo en comparación con la población no pobre. En el presente caso advertimos que casi el 90% de la población penitenciaria ha alcanzado únicamente hasta el nivel educativo secundario; por lo que, un alto porcentaje de internos son presumiblemente pobres.

En ese sentido, en un establecimiento penitenciario que alberga internos de estas características, los cuales no tienen necesariamente su sistema inmunológico en los niveles más altos, existe alto riesgo que estos adquieran o agraven su enfermedad, al mismo tiempo que contagien a sus visitantes.

¿En qué lugar se atenderán los visitantes (familiares o amigos) de los internos que se enfermen? Con alta probabilidad no será en una clínica privada (dado que mayoritariamente los internos no son de renta media o alta) sino que acudirán a los hospitales públicos, los que terminarán abarrotados y generando mayor presión de consultas médicas con el consecuente incremento del gasto en el sector salud, convirtiéndose así en un círculo vicioso, incapaz de poder salir por sí mismo. En este caso, el gasto que no se destina a financiar una buena alimentación y centros de salud de calidad dentro de los establecimientos penitenciarios, se termina destinando para financiar los gastos en los hospitales públicos, con los subsecuentes problemas que ello genera para la sociedad.

En ese orden de ideas, y volviendo a la pregunta inicial, podemos sintetizar la importancia de invertir mínimamente en infraestructura, equipamiento (tecnología), alimentación y servicios de salud para los internos que son albergados en los distintos establecimientos penitenciarios, como una inversión en la sociedad en su conjunto, ya que esta se ve traducida en la reducción de la comisión de crímenes que la afectan directamente, al mismo tiempo que reduce la brecha de atenciones en salud, lo que incrementa sustancialmente los niveles de bienestar de la colectividad.

Finalmente, cabe señalar que entre el año  2013 y 2016 se iniciaron importantes acciones encaminadas a alcanzar dicho objetivo, a través del diseño y aprobación de la política criminal y la política penitenciaria, respectivamente. Dos caras de una misma moneda que forman parte de la ruta de solución para combatir el flagelo de la delincuencia. Como parte de la política penitenciaria se aprobó un Plan de Infraestructura Penitenciaria 2015-2035 (lamentablemente, no incluido en el novísimo plan de infraestructura para la competitividad), el cual establece que el déficit de infraestructura al 2035 ascenderá a casi 20 mil millones de soles. ¿Habremos empezado a reducirlo?