‘Retablo’: una alegoría del Estado peruano

Por Carlos Anderson

Hay varias maneras de “ver” la película peruana “Retablo”—ganadora de múltiples premios internacionales. Una de ellas es darle una mirada desde una perspectiva sociológica. Bajo esta mirada, tres temas saltan a la vista: i) la ausencia del Estado y sus instituciones; ii) la cultura machista, violenta, agresora, conservadora, e intolerante ante la diversidad, sobretodo en materia de opción sexual, y iii) la pobreza como signo característico del mundo rural.

En Retablo, no se ve a un solo representante de la “autoridad” del Estado, ni policía, ni juez ni fiscal. Ni congresista, o dirigente sindical.  Ni comisaría, ni posta médica, ni siquiera una escuela. Pero sí aparecen notoriamente, los “Ronderos”–esa forma moderna de auto-gobierno, con disfraz de antigüedad tradicional, que reemplaza al Estado en sus funciones básicas del ejercicio de la violencia para fines de mantener “el orden social”, y la administración de justicia en esta zona del altiplano peruano.

En la película, el protagonista principal apenas puede ofrecerle a su familia una vida por demás básica desde un punto de vista material, a pesar de su prestigio como “maestro retablista”.  El mercado no pone en valor su trabajo, y si lo hace—porque sus retablos se venden como “pan caliente” entre los turistas—son los intermediarios, o los vendedores minoristas, quienes capturan el beneficio adicional o plusvalía. Hasta allí no llegan los mecanismos para la promoción y exportación de artesanías.

Ni la belleza de su arte, ni su general bonhomía, protegen al maestro retablista del odio y rechazo que generan en esta suerte de “sociedad tradicional” su condición de homosexual soterrado.  La intolerancia y la violencia ejercida por los Ronderos—la mal llamada “justicia popular”—no tiene un contrapeso ni marco institucional que le garantice al maestro retablista el respeto a sus derechos fundamentales en su condición de ser humano.

Comprenderán que, visto desde esta perspectiva, Retablo constituye una genial alegoría de todo lo que está mal con el Estado peruano, lo que en el lenguaje de políticos, académicos y periodistas se denominan “las reformas pendientes”.  En primer lugar, la imperiosa necesidad de llevar al Estado—en todas sus manifestaciones o funciones (orden, seguridad, justicia, salud y educación)—hasta los más remotos confines de la patria.

Igualmente, y he aquí la segunda reforma pendiente, la imperiosa necesidad de darle al Estado y sus instituciones un carácter con foco en la protección de los derechos ciudadanos. Ciertamente, el Perú es un país diverso, donde abundan las más diversas tradiciones, culturas y etnias.  Pero, los derechos humanos son de carácter universal y deben ser protegidos y promovidos con convicción por el Estado nacional.

Una tercera reforma pendiente es imbuir al Estado nacional de una verdadera vocación “desarrollista”.  No como en el pasado Cepalino—promoviendo la actividad económica del Estado–o siguiendo los descabellados dictados del “Socialismo del Siglo XXI” a lo Hugo Chávez, sino promoviendo la formación de mercados modernos, eficientes, no solo en las ciudades sino también en el ámbito rural.

Creando infraestructura moderna, que permita desarrollar una economía moderna.  Conectando—de manera simbólica–al “maestro retablista” con los mercados internacionales.  Poniéndole fin a la indiferencia con que se admite la pobreza rural y la inequidad en todas sus manifestaciones—desde escuelas públicas sin recursos, pasando por hospitales que apenas califican como postas médicas–, poniendo en marcha un efectivo proceso de descentralización.

Pero, sobretodo, y esta es una cuarta reforma pendiente, mediante la creación de un Estado moderno y eficiente, donde funcione el Estado de Derecho y donde el Estado se haga responsable de sus actos.  Para esto es necesaria la creación de un verdadero Servicio Civil que haga irrelevantes los cambios de ministros y que tenga el talento suficiente para llevar a cabo un rápido proceso de digitalización de servicios gubernamentales, que con tecnología vele por los recursos del Estado, desterrando la corrupción.

En resumen: un Estado “institucionalizado” que, en vez de ser retratado como un pesado paquidermo, pueda ser descrito como un puma: ágil y musculoso.  Esta transformación es posible. Pero, requiere de todos nosotros.