Reflexiones y propuestas sobre la reforma del Congreso

Por José Élice

La función central del Parlamento es representar. No legislar. Pues si bien es cierto que el Parlamento legisla, se trata en realidad de la entidad pública que tiene la titularidad «principal» de la función normativa del Estado, en tanto aprueba los cuerpos normativos –las leyes—que se ubican en el más alto nivel de la jerarquía del ordenamiento jurídico después de la Constitución. Sin dejar de mencionar que también aprueba las reformas de esta última. Pero no es el único órgano estatal que crea el ordenamiento jurídico.

El Gobierno también legisla mediante decretos legislativos y decretos de urgencia con fuerza de ley –con la anuencia y el control del Congreso. Y cumple un rol muy importante en la creación del ordenamiento jurídico cuando expide decretos supremos, resoluciones supremas y directivas de diversa naturaleza y jerarquía. Es más, el resultado en números de su dinamismo regulador supera ampliamente al del Parlamento. Asimismo, también actúan en la creación del ordenamiento jurídico los gobiernos subnacionales y, en cierta medida, algunos de los organismos constitucionales autónomos.

El Congreso también ejerce el control político sobre el Gobierno y toda la administración. Además de otras funciones, como la jurisdicción política –a través del antejuicio político—y la designación o la ratificación de la designación de altos funcionarios del Estado.

Eso es.

Para desarrollar esas funciones requiere de recursos y también de procedimientos bien establecidos. Y tiene los recursos y los procedimientos. Entonces la pregunta es: ¿Cómo se explica que el Congreso de la República, definido como la asamblea representativa del pueblo, no logre remontar sus históricamente bajos niveles de aprobación ciudadana?

Y es que si tan solo de recursos y procedimientos se tratara sería muy sencillo remontar la crisis de representación. En efecto, ajustes más o ajustes menos, a alguien se le podría ocurrir que la solución tendría que ver con mejorar la calidad de los recursos y la eficacia de los procedimientos.

Pero estoy seguro que si fuésemos por esa línea el resultado sería el mismo, porque el problema no es la falta de recursos y ni de procedimientos –que no dejan de ser importantes—sino la calidad de la representación. Es decir, la debilidad en lo que es la esencia de la institucionalidad parlamentaria: la representación.

¿Qué hacer? Ya ha habido varios intentos de reforma, pero las cosas siguen más o menos igual –aunque el registro de sucesos nos inclinaría a afirmar que están peor—, lo que demuestra que no se trata de recursos al servicio de los representantes, sino que el problema son los mismos representantes. Lo que nos conduce, necesariamente, a concluir que, en principio, el origen de las fallas de nuestro Parlamento no lo encontraremos en él sino fuera de él.

Estas reflexiones nos ubican frente a las organizaciones políticas (partidos y alianzas). Hoy débiles, sin cohesión ni coherencia.  Sin capacidad ni siquiera para formar buenos oradores –que parecería no ser muy útiles en este tiempo—y mucho menos gestores públicos bien entrenados para ocupar y ejercer cargos de elección popular, según patrones éticos aceptables y estándares mínimos de eficiencia.

Sí. La primera tarea para la reforma del Congreso de la República tiene que ver con buscar una manera de garantizar la calidad de los candidatos y mejorar el «clima» de representación. ¿Cómo así? Aquí algunas ideas: 1. Promover –y premiar—la formación de partidos nacionales; 2. Exigir requisitos realistas que a la vez garanticen un mínimo de seriedad programática y orgánica; 3. Eliminar el voto preferencial que debilita las organizaciones políticas; 4. Establecer la transparencia total y la adecuada regulación del financiamiento de actividades y campañas partidarias; 5. Incorporar el distrito uninominal o binominal para acercar a los representantes con sus representados; 6. Incorporar el delito de perjurio en la legislación penal; y, entre otras, 7. Combatir –desalentar y eventualmente castigar—el transfuguismo y promover el fortalecimiento de los grupos parlamentarios.

El siguiente ítem podría ser la estructura del Congreso: de unicameral a bicameral. Sin embargo, por respeto al resultado del último referéndum es mejor dejarlo pendiente para otro momento, no obstante que creo que es un asunto cuyo debate debe programarse, para llevarlo a cabo con tiempo y en profundidad. Y lejos de los procesos electorales.

Mientras tanto se puede reforzar –y proteger—el rol de las Comisiones cuando menos en el procedimiento legislativo, evitando la dispensa frecuente del estudio y dictamen de las proposiciones de ley, buscando un nivel de equivalencia entre el resultado de esa medida y lo que, en materia legislativa, se espera alcanzar con la bicameralidad.

En cuanto al sistema de gobierno peruano –el modelo que surge de las reglas de relación (control y colaboración) entre el Parlamento y el Gobierno—, que es un híbrido presidencialista con notas del sistema parlamentario (investidura con cuestión de confianza, interpelaciones y estación de preguntas), quizás bastaría, por ahora, pensar en eliminar el planteamiento obligatorio de la cuestión de la confianza durante la exposición de la política general del Gobierno, sí como la inútil estación de preguntas.

Otros dos temas que es necesario abordar son la inmunidad parlamentaria y el antejuicio político.

Pienso que la inmunidad parlamentaria no debería suprimirse en su totalidad y de una sola vez. No. Creo que aún no estamos listos para ello y hay que avanzar por pasos. Y el paso inmediato debería ser modificarla en cuanto a los casos de congresistas con procesos penales abiertos y en curso desde antes del inicio del ejercicio de la función parlamentaria, estableciendo que solo en esos casos sean los tribunales de justicia los que decidan sobre su levantamiento.

En cuanto al antejuicio político, básicamente propongo reflexionar sobre dos aspectos: 1. La modificación del artículo 100 de la Constitución para eliminar la figura de la sujeción del Ministerio Público y de los tribunales a los términos de la decisión del Congreso en esa materia, reconociendo la autonomía funcional de ambos órganos; y 2. La simplificación del proceso, que hoy parece un proceso penal previo.

Finalmente, y siempre en forma de lineamientos, es necesario pensar en la estructura interna y la dinámica procesal de nuestro Congreso.

A ver: Pleno, Comisión Permanente, Comisiones (ordinarias, de investigación y especiales), Consejo Directivo, Junta de Portavoces, Mesa Directiva, grupos parlamentarios y despachos congresales. Sin mencionar los grupos de trabajo y demás. Es demasiado. Hay que reducir. Así: 1. Reducir el número de Comisiones ordinarias; 2. Aprobar disposiciones para desalentar la conformación de Comisiones de investigación cuando, dentro de sus competencias, los órganos jurisdiccionales ya iniciaron su intervención; 3. Fusionar el Consejo Directivo con la Junta de Portavoces; y 4. Fortalecer los grupos parlamentarios y debilitar los despachos congresales (el Congreso tiene alrededor de diez locales).

En lo que se refiere a los procesos se impone su simplificación. No necesariamente en el sentido de reducirlos en pasos, sino en el sentido de transformarlos en procedimientos más claros y libres de contradicciones normativas que generan dudas y desconcierto. Y en el caso del procedimiento legislativo es urgente aplicar criterios de política legislativa (qué necesidades legislativas reales existen, cómo se priorizan y cómo prever y luego medir su impacto): Menos leyes, mejores leyes.

Lo más importante: Necesitamos del afán cierto y responsable de hacer un cambio. Y decidir hacerlo. Aún hay tiempo.