¿Necesitamos reinventar el Gobierno para adaptarlo al siglo XXI?

Por Jesús Vidalón

En los últimos 40 años la acepción dominante de “buen gobierno” ha sufrido transformaciones como resultado de los cambios en el contexto mundial. El modelo de reforma estructural de los 80 y 90, enfocado en el rol, tamaño y desempeño del Estado, evidenció sus limitaciones a fines del siglo pasado y hoy hay consenso respecto de que la institucionalidad y la gobernabilidad son también fundamentales para generar desarrollo sostenido. No obstante, tenemos una nueva corriente global de descontento y escepticismo respecto de la efectividad gubernamental y esto está abriendo las puertas al populismo radical. ¿Estamos ante una crisis que demanda un nuevo cambio de paradigma? ¿Qué hacemos en el Perú?

Los modelos de Buen Gobierno y el modelo vigente

¿Cómo gobernar para generar desarrollo económico y social sostenible?… Hay diversos enfoques para dar respuesta a esta pregunta:

  1. La reforma estructural, centrada en tres aspectos básicos: i) rol del Estado restringido a aspectos fundamentales como salud, educación, seguridad y defensa; ii) reducción del tamaño y descentralización del Estado; y, iii) gestión y responsabilidad por resultados en las organizaciones públicas, trasladando el énfasis de las funciones a los productos e implantando indicadores y sistemas de medición de desempeño para gerenciar, incentivar y presupuestar.
  2. El enfoque de gobernabilidad, que pone énfasis en la capacidad para implantar las reformas y políticas públicas manteniendo estabilidad política. Este enfoque reconoce la importancia de la dirección y el accionar políticos, en particular en la relación con los ciudadanos, para asegurar la efectividad gubernamental.
  3. El institucionalismo, que propugna que la calidad y la fortaleza de las instituciones (principalmente de las instituciones económicas como lo derechos de propiedad, los contratos y en general las normas que regulan la interacción económica y social) constituyen el principal factor de desarrollo. El imperio de la ley y el control de la corrupción son esenciales para esto.

La acepción predominante actual de buen gobierno tiene elementos de los distintos enfoques: un Estado eficiente y orientado a resultados, gobernabilidad como condición para implantar proyectos y reformas, e institucionalidad para promover la interacción económica y social deberían ser suficientes para generar desarrollo.

¿Funciona el modelo? ¿Qué hacemos en el Perú?

La evidencia muestra que los elementos indicados: efectividad en las organizaciones públicas, gobernabilidad e institucionalidad, independientemente y de manera conjunta, han generado desarrollo al menos en determinado periodo y contexto. Debemos incorporar mucho más rápido elementos de modernidad y de futuro: gobierno electrónico, innovación, ¿gobierno 4.0?… Sin embargo, los elementos fundamentales están vigentes. Los graves problemas están en la implementación.  Algunos ejemplos y recomendaciones para el caso peruano.

¿Orientación a resultados?

Aún la “reinvención” del gobierno americano y la reforma del servicio civil británico, dos de los esfuerzos más importantes de reforma administrativa, tuvieron resultado limitado y requirieron medidas complementarias. Y esto es porque no basta implantar indicadores, sistemas de medición  y presupuestos por resultados para mejorar significativamente el desempeño y para concretar los proyectos y reformas con mayor rapidez y pertinencia.  La baja ejecución, el criterio primitivo de efectividad gubernamental, de varios programas presupuestales por resultados en el Perú lo muestra de manera tangible.

Es necesario actuar también sobre los elementos determinantes del desempeño. Uno de estos es la cultura organizacional pública. Una cultura pública burocrática, temerosa o sin valores no contribuye a la efectividad. Y tal vez se está actuando contra la corrupción pero no contra la burocracia.  Y solo se requiere creatividad para hacerlo.

¿Gobernabilidad?

Implantar reformas y proyectos importantes requiere un buen relacionamiento con las comunidades y con los ciudadanos, pero también voluntad política.  Y es natural que esta esté moderada por la percepción del riesgo.  Pero si no estimamos adecuadamente el riesgo político-social o si no desarrollamos un plan para gestionarlo, corremos el riesgo de sobreestimarlo (bloqueando las reformas y proyectos) o subestimarlo (desarrollando conflictividad que puede escalar).

Necesitamos un sistema de gestión de riesgo político-social, que es diferente a un sistema de prevención y control de conflictos.

¿Institucionalidad?

Necesitamos un plan sistemático para fortalecer las instituciones económicas (los contratos, los derechos de propiedad, los sistemas regulatorios y en general las reglas de juego) que son las que generan desarrollo. Si eso es difícil, empecemos por algo: ¿Podemos permitir invasiones en el siglo XXI? ¿Podemos asegurar la aplicación de las tarifas de agua que resultan de la regulación? ¿Es posible concretar una reforma del sistema de justicia por consenso, independiente de toda  consideración política?

Sabemos lo que hay que hacer.  Hay que empezar a hacerlo… o a prepararnos para el populismo radical.