Las flores de la miseria

18/01/2020

Por: Morgan Quero

“…y me pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si votaré en blanco o sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas del patio.”

Julio Cortázar, El otro cielo, Todos los fuegos el fuego.

Aunque sabemos desde hace mucho que la política ya no es lo que fue, nos es difícil salir de los lugares comunes. Que los partidos representan a la sociedad, que los ciudadanos informados deciden con su voto y su participación, que el Estado garantiza los procesos políticos con imparcialidad y legalidad, que los medios de comunicación informan con veracidad y que el financiamiento de la política es transparente.

Estas creencias, aún muy difundidas, parecen salir de los manuales de Carreño de una clase política que ha sabido reciclarse con camaleónica eficiencia. Muchos de los hoy noveles candidatos buscan legitimar sus discursos electorales desde las páginas del viejo manual.

Los clivajes ideológicos tradicionales de izquierda y derecha significan poco. Más bien sabemos, por experiencia nacional, que la multiplicación de la variopinta oferta partidaria no hace la diferencia y parece acompasar el desdén de las élites hacia la democracia de masas. La política se confunde con la antipolítica y el autoritarismo con un llamado a que se vayan todos.

Lo inusual, en este contexto, es que en estos últimos meses el Perú ha vivido un largo trance de aprendizaje y debate sobre su democracia. Han surgido a la luz furibundos debates sobre aspectos inéditos de lo que significa la constitución, la relación entre poderes, la necesidad de realizar reformas institucionales, la convocatoria a las urnas y la legitimidad de las decisiones de los actores políticos.

Este proceso, inédito en nuestra historia, constituye una fuente esencial de intenso auto-aprendizaje político colectivo. No se trata sólo de un tema que discurre entre expertos y en reducidos cenáculos académicos. Estamos ante una experiencia que combina el dolor y la indignación por los escándalos de corrupción, con los problemas más sentidos de una sociedad que pugna por encontrar formas nuevas de expresión política para encontrar soluciones.

En otras palabras, este aprendizaje quema. Estamos encima de un volcán mientras hace explosión. La multiplicación de escándalos de corrupción deja al descubierto la fragilidad del modelo de gestión pública, por un lado y, por el otro, el sistema político organizado desde los intereses privados de todo cuño. En ese contexto, resuena con fuerza la necesidad de repensar el interés público, las formas de gobierno, así como el espíritu y capacidad de los servidores públicos y la inclusión de los administrados en los procesos decisorios.

Detrás de muchos de los aspectos técnicos de la discusión pública, aparecen los males de siempre que en el Perú no queremos abordar de frente. El racismo como criterio de relaciones sociales y su contraparte, las argollas que se protegen y se autolegitiman en permanencia. Alguien diría la pesada herencia colonial.

En gran medida, la política permite sacar a la luz una serie de aspectos no resueltos en nuestra convivencia social y que está lejos de ser un asunto puramente técnico. La política también constituye un escenario idóneo en donde se plasman, no sólo aquello que nos divide como a cualquier otra sociedad, sino también aquello que nos ayuda a unificarnos, a encontrarnos, obligándonos a escuchar lo que no queremos, a dialogar con el otro, a salir de nuestros conformismos, de nuestros lugares comunes, a conocer mejor el país y su diversidad, a tratar de ponernos en los zapatos del otro.

En medio de la vorágine del 2019 que arrasó con todos los Presidentes antes de Vizcarra, y a muchos otros actores políticos, aparece una imagen simbólica de esta campaña a las elecciones congresales.

Al final del camino, en la casa frente al cerro, rodeada de otras casas aun más pobres, hecha de madera y triplay, un balde blanco reina en medio de una mesa, apostada a un lado de la puerta. Asoman cinco claveles rojos que iluminan la pobreza con esa intensidad grisácea de la luz de Lima, del mentiroso verano del 2020. El candidato toca a la puerta. Alguien abre. Una señora aparece. Se saludan. A penas se distingue el intercambio de palabras. Al final, se oye la voz generosa y sorprendida de la señora que risueña dice: “-Elecciones? -Qué elecciones?”. Los claveles rojos siguen brillando.