Las Asociaciones Público Privadas: ¿Ángeles o Demonios?

27/09/2019

Por Alfonso Garcés

Desde la segunda mitad de los años sesenta y por poco más de dos décadas después, algunos países latinoamericanos nacionalizaron una serie de empresas privadas, trayendo consigo una política más intensiva en la actividad empresarial del Estado. Los resultados de dicha política, a inicios de la década de los noventa, fueron: i) Indicadores macroeconómicos indecorosos (déficit fiscal de 12%, inflación de más de siete mil por ciento, entre otros), ii) resultados económicos y financieros negativos de las empresas públicas, iii) muy baja calidad de los servicios públicos provistos por las empresas públicas (la instalación de un teléfono podía tardar dos años), iv) costos del servicio muy altos.

Ante la nefasta situación en la que se encontraban las finanzas públicas a inicios de los noventa, solo cabía, por un lado, que el Estado reduzca su intervención en la actividad empresarial a aquellos sectores en los que la empresa privada no participaba, o participando no cubría la demanda de bienes y servicios existente. Por otro, un rediseño del sistema de ingresos y gastos públicos (ordenando el sistema tributario y eliminando subsidios) y, finalmente, generar incentivos para atraer la inversión privada. Dada la conducta poco amigable que había mostrado el Perú hacia la inversión, resultó indispensable crear un marco legal que incorpore garantías para que los inversionistas apuesten por el país y no en otros, por ejemplo, Chile que ya nos había sacado algunos años de ventaja.

Entonces, dada la restricción presupuestal existente y la poca o nula calidad de la infraestructura y de los servicios públicos, se empiezan a dar las primeras concesiones en proyectos de infraestructura, siendo una de las primeras la Carretera Arequipa – Mataraní en el año 1994, el sistema ferroviario del centro sur y oriente en el año 1999 o el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez en el año 2001. Con este tipo de proyectos, sin duda se contribuyó a reducir la brecha de infraestructura y la mantuvo con niveles óptimos de calidad del servicio en comparación de las carreteras, ferrocarriles y aeropuertos que estaban en manos del Estado. Conforme fue madurando el mecanismo, se fue haciendo un uso más intensivo de las concesiones, llegando a alcanzar más de treinta proyectos en el sector transportes, incluso no solo para infraestructura económica (donde se utilizó más intensamente), sino en infraestructura social, como en escuelas, hospitales, entre otros.

Los promotes de las APP consideran que todo proyecto debe ser APPeable y que si no se ejecutan a través de ese mecanismo nada funcionará. Los detractores, por su parte, consideran que no deberían existir las APPs porque terminan siendo más caros que la obra pública y la gestión en manos del Estado es más barata (con la consecuente baja calidad de servicio). Además, afirman que las APPs generan actos de corrupción, tal como ha sido descubierto a propósito de las delaciones de las empresas brasileñas.

En ambos extremos existen mentiras y verdades. Las APPs no son ni ángeles ni demonios, es decir, ni son una panacea ni son la peor forma de ejecución. La corrupción es transversal. Depende de las personas, de los mecanismos de mitigación, de los niveles de transparencia, de institucionalidad, entre otros. Sin embargo, su uso debería ser ciertamente limitado a proyectos de infraestructura que demanden altos niveles de inversión, que permitan al Estado trasladar -entre otros- el riesgo de financiamiento y aprovechar ese costo de oportunidad para el desarrollo de otros proyetos de menor envergadura pero replicados a lo largo de todo el territorio. Eso no quiere decir que no deban utilizarse para el desarrollo de infraestructura social, como en salud o educación, siempre que se aprovechen economías de escala. En cualquier caso, no son las razones ideológicas o los sesgos lo que determinen qué mecanismo usar, sino debe ser resultado de un proceso serio y técnico en el que se aprecien la existencia de mayores beneficios que costos, entre ejecutar un proyecto como APP y obra pública.