La resiliencia de la Nación
En el Perú de hoy, el Estado está en cuestión. El diagnóstico es implacable: los males de nuestro tiempo se llaman corrupción, discriminación, inseguridad, desigualdad y burocratización. En todos, asoma “el más frío de todos los monstruos fríos” del que hablaba Nietzsche.
A pesar de tener una institucionalidad pública frágil y poco articulada, es sorprendente la gran cantidad de expectativas ciudadanas que se tejen a su alrededor. En el lenguaje común, es habitual echarle la culpa al Estado. Mientras todas las virtudes parecen estar concentradas en la sociedad, todos los vicios anidan en el sector público. De cara al bicentenario es una variante de lo que algunos llamarían el abismo entre Instituciones extractivas vs. Instituciones incluyentes. Esa brecha también hay que cerrarla.
Tengo la sospecha de que será difícil mientras pensemos los problemas del sector público como compartimentos estancos, o independientes de su estrecho vínculo con la sociedad que lo constituye. Indicadores, instrumentos de gestión, reformas, reglamentos, contrataciones y nuevos organismos públicos son importantes, pero insuficientes.
Para enfrentar los males que nos acechan, sería bueno plantearse la posibilidad de abrir diálogos permanentes con los ciudadanos. Es necesario convertir en práctica común el tejer vínculos focalizados con los administrados, con la población objetivo, con las comunidades a dónde se supone debe llegar la acción pública. Asumir compromisos reales ayuda a transparentar la acción estatal y a enfrentar las energías que critican, cuestionan y desconfían. Es urgente no sólo incorporar dentro de las estructuras organizativas de los sectores y organismos públicos un área que tenga como finalidad la construcción de espacios de diálogo con los ciudadanos, sino darle fuerza en la toma de decisiones públicas. Ello requerirá institucionalizar un espacio que vaya más allá de lo burocrático, de la conformación de mesas de trabajo o diálogo, o del trámite para obtener la consabida licencia social.
Se trata de integrar, desde la participación ciudadana, a los actores involucrados con una lógica comunicativa y pedagógica que abra las puertas de los despachos y ayude a incluir de manera permanente los sentimientos de la Nación sobre los proyectos de infraestrucutura o las políticas públicas. Aquí no basta el buzón de quejas y sugerencias.
Dicha actividad de mapeo permanente e identificación de las problemáticas a las que se enfrenta la acción pública, debe partir de una política de reconocimiento de la diversidad y una metodología que incorpore la asimetría de los interlocutores, el enfoque intercultural y de género, así como la complejidad de los territorios.
Hoy, la conflictividad social de la política proyecta su sombra en las negociaciones y acuerdos entre la sociedad civil y el estado, generando resistencias y retrotrayendo agravios. Pero ese riesgo se puede solventar, al recuperar parte de una legitimidad perdida, a manera de un ejercicio permanente de resiliencia pública que nos permita recuperar la confianza, no sólo en las instituciones, sino en nosotros mismos como sociedad y como Nación.