Es la política, estúpido

25/08/2019

Por Rubén Cano

La hegemonía neoliberal de los últimos treinta años instaló una idea distorsionada de la economía, dándole un peso mucho más determinante para la gestión pública que la propia política. Luego de tres décadas, la historia da un giro dramático colocando a la política como centro del debate en miras de una reforma tan necesaria para la sostenibilidad del propio sistema de gobierno. Más allá de una decisión particular, lo que más bien parece es que estamos pasando por un proceso histórico de cambio de modelo hegemónico.

El relato del período neoliberal nació con un discurso crítico a los partidos tradicionales tras la debacle económica de finales de los ochenta. Como se recuerda, en la campaña electoral de inicios de los noventa, la confrontación se centró entre figuras antagónicas: el académico, limeño, de discurso impecable, con recursos, apoyado por la élite política tradicional y el ingeniero, inmigrante, de discurso limitado, austero y apoyado por los sectores marginados.

De la misma forma, por ejemplo, tras el autogolpe de 1992, se registraron dramáticas escenas de negación, como aquel intento de voz de mando de un abogado, limeño, bien hablado, que ostentaba su medalla y, con ella, su investidura como presidente del Colegio de Abogados del Perú, topándose con la metralleta de un soldado, de un “cachaco”, que hacía disparos al aire y que lo zarandeaba discrecionalmente, desnudando ya para ese entonces su pérdida de poder, finalmente, un intangible, una idea en la mente de los que estaban inmersos en la política tradicional.

El despacho versus el tractor. El abogado versus el ingeniero. La medalla de investidura de un colegio profesional versus la metralleta del cachaco. La vieja política tradicional, alejada de la ciudadanía, versus la nueva clase política neoliberal, de tufillo autoritario y conservador.

Aquella escena de negación se vuelve a repetir, pero ya no frente a la fuerza de los tanques, sino bajo los mecanismos que ofrece el propio Estado de derecho. Aún con todo ello, la propuesta del presidente Vizcarra de adelantar las elecciones y de que “se vayan todos” representa el reconocimiento del fracaso de los líderes políticos del período neoliberal iniciado en el gobierno de Fujimori y a la que también pertenece el propio Vizcarra y la tecnocracia provinciana a la que representa. El modelo económico sirvió, sí, pero no fue suficiente para sostener todo el sistema de gobierno. Lo político es prioritario y fundamental y eso requiere renovación absoluta.

Uno de los aspectos del fracaso del período neoliberal es el desmoronamiento institucional que devino de él, sobre la base de un modelo político inadecuado instaurado por una carta magna que endurecía por un lado la política económica con propuestas ortodoxas y que, por otro lado, debilitaba la institucionalidad política y electoral con la unicameralidad y el voto preferencial.

Los intentos de reforma que le siguieron en las primeras dos décadas de este siglo, sobre la base del mismo modelo, fueron contraproducentes y perjudiciales: una descentralización mal hecha, una inclusión social sobre la base incompatible del mismo modelo, la incapacidad de lograr la convivencia de la industria extractiva con el desarrollo social y la falta de capacidades para intervenir taras como la informalidad, la corrupción y el desgobierno.

«La política ordinaria, insulsa, insípida, trivial y populista de nuestra actual clase política ha llegado a su fin y no lo están admitiendo».

Incluso, como manotazos de ahogado, el período neoliberal trajo de vuelta al poder a la tecnocracia empresarial –descendiente de aquella oligarquía hegemónica del siglo XX-, con un nulo conocimiento de la política, que derivó en la renuncia del presidente Kuczynski, su representante más importante, y además como consecuencia del ataque feroz de su propia creación, el fujimorismo. En medio de este enfrentamiento, surgió la figura de Vizcarra, una figura decorativa que representaba a la tecnocracia provinciana de aquella plancha electoral, un insider de posición más liberal y descentralista.

Tras la caída de Kuczynski, el único representante de la clase política neoliberal es el actual presidente del Congreso, Pedro Olaechea, descendiente directo del gamonalismo de la primera mitad del siglo XX –la versión provinciana de la aristocracia peruana-. Ambos personajes, Olaechea y Vizcarra, son las dos caras de una misma moneda: el último bastión del Estado neoliberal. No es gratuito que, en su momento, ambos formaran parte de la misma plancha presidencial. Peruanos por el Kambio (PPK) simboliza, en todo sentido, al neoliberalismo desgastado y sin las capacidades para dirigir las riendas del país. Es evidente que este período está llegando a su fin y que estamos pasando, queramos o no, por un proceso orgánico y natural de renovación, con el inicio de un nuevo ciclo que marcará el devenir del país en los próximos años y justamente en el marco de su bicentenario.

Las voces que señalan que la renovación será negativa porque los que vendrán no tendrán la experiencia en el sector público son voces que colisionan con la indignación popular, con el recuerdo de sus tropelías y corruptelas, del discurso excesivo y desvergonzado de sus representantes, de lo bajo y ruin de sus promotores. Es un argumento que se desbarata fácilmente pues la tecnocracia, que es la que tiene el monopolio del conocimiento de la gestión del aparato público, sigue estando ahí, como un commodity, un recurso homogéneo y estándar con el que siempre contaremos.

La política ordinaria, insulsa, insípida, trivial y populista de nuestra actual clase política ha llegado a su fin y no lo están admitiendo, así como no lo admitían los políticos tradicionales durante el autogolpe de abril del 92. El factor fundamental es la nueva cultura dominante que se está imponiendo y que se apoya en una nueva generación de ciudadanos, una clase media fortalecida, con una mirada más amplia sobre los procesos y fenómenos sociales, con un compromiso más firme con su entorno, los derechos humanos, la igualdad y paridad, la sostenibilidad y el desarrollo social, todo ello gracias al mayor acceso a la información y el conocimiento.

Si tomamos en cuenta la historia, el reinicio de la democracia luego de Velasco generó la renovación absoluta del código bajo el que estaba constituido nuestro sistema político, la Constitución de 1979. Asimismo, el inicio del neoliberalismo fujimorista también renovó este código con la de 1993. Al igual que en esas circunstancias, el inicio de un nuevo período hegemónico traería consigo un proceso de renovación de la Constitución bajo un nuevo código que sostenga al sistema político, con un nuevo modelo de gobierno y nuevas reglas electorales.

Pero no hay que confundirse. No se trata de cambiar el modelo de un lado al otro del espectro ideológico. Hablamos de refundar un modelo que se adecúe a los nuevos tiempos, que eleve al país a un nivel superior y lo saque de la mediocridad en la que se encuentra, con debates y discursos de ínfimo nivel, que no priorizan los verdaderos problemas y cuellos de botella como la brecha de infraestructura, la informalidad, la falta de servicios públicos decentes, la salud, la educación, etc.

Se trata del surgimiento de una nueva clase política con una nueva Constitución, donde el Estado no solo recupere su rol protagónico en la orientación de las políticas públicas, sino que sea un componente esencial de un modelo de desarrollo democrático y social que se aplique más allá de dos o tres distritos de Lima, Arequipa o Trujillo.

El propio espectro ideológico ha mutado. Ya no se trata de izquierda o derecha. Se debe elevar la valla. Es el turno de la política en todo el sentido de la palabra. La evidencia es clara y la historia lo demuestra. El liderazgo del país debe ser político y es eso lo que se debe renovar. Démosle la bienvenida al Estado Reformista Liberal.