El futuro de la reforma del Servicio Civil

Por Luis Tafur

Cuando converso con mis alumnos respecto a la Política Nacional de Modernización de la Gestión Pública al 2021 (Decreto Supremo N° 004-2013-PCM del 08 de enero de 2013) y empezamos a describir el contenido de los pilares sobre los que se sustenta esta Política, siempre llegamos a los dos últimos pilares con cierta nostalgia, el correspondiente al Servicio Civil Meritocrático y al Sistema de Información, Seguimiento, Evaluación y Gestión del Conocimiento. En esta oportunidad quisiera hablar sobre el penúltimo.

Dentro del gran esfuerzo que corresponde al Servicio Civil Meritocrático, tenemos la Reforma del Servicio Civil. Un esfuerzo que tiene entre sus orígenes la Ley N° 30057, Ley del Servicio Civil, y que a la fecha aún no ha podido ser implementada a su totalidad.

Inmediatamente, del auditorio surge la pregunta, ¿y porque no las entidades públicas no han implementado una ley que ya tiene casi 6 años de promulgada? Bueno, la respuesta se debe a varios factores formales y otros no tanto.

Primero, habría que aclarar que varias entidades públicas ya se encuentran implementando esta reforma, al menos están en alguna de las 4 etapas del proceso de tránsito al Régimen del Servicio Civil. Lamentablemente, hasta el momento, son muy pocas (oficialmente) las que han llegado a la cuarta y última etapa, la denominada “Concurso bajo el Nuevo Régimen”.

La réplica apunta hacia un factor de eficiencia. ¿Acaso es tan difícil implementar esta reforma?, ¿no hay nadie que pueda obligar a las entidades para que cumplan la ley?, ¿la ley es mala o está mal hecha?

Y aquí viene, como segunda parte, la respuesta de los hechos no formales, en los cuales  – desde mi experiencia – se han conjugado actores de política pública con intereses diferentes (e inclusive contrapuestos). Por un lado, las entidades públicas tienen que cumplir la ley, pero hacerlo requiere de un mayor presupuesto, presupuesto adicional que no necesariamente tienen la capacidad de sustentar, porque los instrumentos como el mapeo de puestos, la descripción de los perfiles y el alineamiento a los objetivos institucionales de estos últimos no están muy bien construidos. Sabiendo estas falencias, y con una gran probabilidad de fracaso al momento de hacer el requerimiento, alargan innecesariamente el periodo de Aplicación de Mejoras (Fase 3) a la espera de que los plazos se amplíen o que alguna solución “política” les permita continuar “mejorando” los documentos de manera indeterminada en el tiempo.

Por otro lado, tienes agremiaciones de trabajadores (ya constituidos y otros de respuesta momentánea) que, con sincero interés (pecando de positivo y bien pensado), explotan las falencias de una ley que aún tiene que ser mejorada, y muestran su preocupación acerca de su implementación en la realidad. Con conocimiento – pero muchas veces sin este – presionan los temores de los trabajadores de la entidad, para que estos al mismo tiempo fuercen a la Alta Dirección a que retrasen los plazos de cumplimento. Respecto a esta parte, se ha llegado al punto que a manera de triunfo algunos gremios han logrado que sus entidades se exoneren de la aplicación de la ley, implementando herramientas normativas por demás contrarias al sentido de la reforma del Servicio Civil.

Otro actor de la política pública es el que se encuentra en la cúspide. Esta bastante claro que comprarse el problema de solucionar las falencias del empleo público no es nada redituable hablando en términos políticos, por un lado los afectados directamente – los servidores públicos – difícilmente quieren cambiar su status quo, porque conocen los problemas y conocen las soluciones a estos problemas (más vale viejo conocido que nuevo por conocer) y no tienen ningún incentivo para cambiar hacia un modelo más exigente. Por otro lado, el lado de los afectados indirectamente, los clientes de los servidores públicos – los ciudadanos – están preocupados por temas de seguridad interna, economía familiar, disputas de competencia u otras cosas más importantes. Ellos ya interiorizaron que el problema del empleo público no va a cambiar y, por ello, toman contingencias para que nos les afecte en su vida diaria. Ante ese panorama, qué político quisiera comprase un pleito en donde sabe que por más que gane, al final siempre perderá.

El último actor es el mencionado cliente y usuario de los servicios públicos, nosotros, los ciudadanos a pie. Con pensar que las cosas siempre han sido así y siempre seguirán siendo así, tapamos la situación de la precariedad en algunos casos, institucionalizamos la herramienta de la “vara” en otros y, finalmente, damos la espalda a un problema heredado que también legaremos a nuestros hijos. Total, no nos damos cuenta del costo monetario al Estado lo que significa un servidor público ineficiente. Se han preguntado cuántos niños salvaríamos de morir por el friaje, cuántos comedores populares atenderíamos, cuántos policías más podríamos contratar con la suma de todos los sueldos de aquellos trabajadores que no merecen estar dentro del aparato estatal.

Termino pensando que si ponemos valor -en términos monetarios- a la corrupción en el Perú, es mucho más fácil valorizar el costo de la ineficiencia del aparato estatal al brindar un mal servicio público. Respondiendo a la última pregunta ¿y para qué hacer este esfuerzo de valorizarlo?, pues para que tengamos herramientas claras para demostrar que la no implementación de una ley tiene costos, costos monetarios que afectan nuestros bolsillos y que nosotros pagaremos con nuestros impuestos, pero lo peor es la idea que nuestros hijos también los pagaran de sus ingresos, todo porque nosotros no tuvimos el interés o valentía de cambiar las cosas.