Estado y sociedad, más allá del COVID-19
26/03/2020
Recientemente, la filósofa Judith Butler señaló que el virus COVID-19 no discrimina, pero es la desigualdad social y económica la que asegurará que el virus discrimine [1]. En efecto, la cuarentena dispuesta por el gobierno va a ser una experiencia común a todos los habitantes de nuestro país (y a gran parte del mundo), pero no será vivida de la misma forma por todos nosotros. No es lo mismo mantenerse en casa 15 días con una licencia con goce de haber, que hacerlo cuando tu subsistencia depende del dinero que consigas en un día de trabajo; no es lo mismo estar en una planilla que ser un “emprendedor” (esa figura tan romantizada por el neoliberalismo); y no es lo mismo poder continuar tus labores desde casa frente a una computadora que ser un vendedor ambulante.
A estas diferencias erigidas sobre nuestras desiguales estructuras sociales, se suman otro problema igual de profundo: la violencia doméstica y de género. Es probable que muchas personas (sobre todo mujeres y niñ@s) se vean obligadas a pasar estos días tensos con sus abusadores. La cuarentena es absolutamente necesaria y hay que acatarla con total responsabilidad, pero es en estos momentos de crisis en los que se hace más evidente la enorme desigualdad con la que las personas enfrentamos la vida y sus desafíos.
En estos días se ha escrito bastante sobre cómo las epidemias han tenido un gran impacto en cambios económicos y sociales. Es que crisis como esta, muestran todas nuestras debilidades. Una de las razones de nuestro temprano aislamiento social es que nuestro sistema de salud simplemente no tiene la capacidad de albergar a un número alto de pacientes con complicaciones relacionadas al COVID-19. Necesitamos bajar la curva de contagios y distribuirlos en el mayor tiempo posible.
Esta precariedad la vemos también en las disposiciones sobre el higiene personal: necesitamos combatir el virus lavándonos frecuentemente las manos con agua y jabón, pero millones de personas (muchas en la misma capital) no cuentan siquiera con agua las 24 horas del día. De forma dramática, se observa nuestra vulnerabilidad en las características estructurales del empleo. Más del 70% de la población (es hasta iluso buscar una cifra exacta) se ocupa en el sector informal y otro porcentaje realiza trabajo informal en el sector formal. ¿Cómo se afronta este aislamiento con este nivel de precariedad?
Una primera lección que debemos sacar de esta crisis, es que solo el Estado puede desplegar recursos y estrategias para afrontarla. Por ello se necesita un Estado fuerte, presente, con los recursos y capacidades suficientes, que pueda intervenir en sectores estratégicos y hacer cumplir medidas excepcionales por el bien de la comunidad. Es decir, prácticamente lo contrario al Estado que imaginó el dogma neoliberal. El Estado mínimo, la privatización de los servicios públicos, la mercantilización de la vida social, el individualismo extremo, tienen que quedar en el pasado y dar paso a una sociedad más inclusiva y solidaria, y a un Estado benefactor, que brinde protección social y no escatime recursos ni esfuerzos en cambiar las estructuras que reproducen esa desigualdad, que hace hoy que esta experiencia compartida pueda ser romantizada por algunos pocos y padecida por muchos otros.
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